Si te metes al internet, si te encuentras una revista de consumo popular, si pones atención a los espectaculares, si platicas con la persona que te corta el pelo o maneja un taxi o se sienta al lado de ti en el transporte, te has encontrado con mitos de alimentación.
Un día el vino hace daño, al otro es el mejor producto para la vejez. El cacao en un minuto es el producto del diablo y culpable de todas las caries, y al siguiente es algo divino que cura el cáncer. Las almejas en la costa son una bendición, pero si las transportas kilómetros sin refrigeración la vida del consumidor corre peligro.
Los alimentos fortificados reducen los efectos de deficiencias nutricionales, pero los alimentos ultraprocesados nos despojan de los beneficios de tener un tracto digestivo sano. En nuestras tierras libres, las hojas de otoño se desmayan en campos cercados por monocultivos. Aunque tengamos diferentes colores, saberes y sabores en nuestro continente, todas nosotras comemos por la boca y masticamos con los dientes.
Hace setenta años, Pablo Neruda se encontró a los hombres de nitrato, hombres que vivían en la corteza dura del planeta y le mostraron sus raciones de miserables alimentos, su piso de tierra en las casas, el sol sin rostro del mediodía y las máscaras de sangre, sudor y polvo al regresar la noche; le mostraron los mangos de la madera de las palas donde, sumidas, quedaban las huellas de las manos de los hombres de nitrato. “Adonde vayas”, le dijeron estos hombres a Neruda, “habla tú de estos tormentos, habla tú, hermano, de tu hermano que vive abajo, en el infierno”.
Extracto de la revista COFEPRIS
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